LA IMPORTANCIA DE TENER UNA INFANCIA
ADVERTENCIA A LOS ADULTOS: esta historia va de duendes ¿te atreves?
Queridos padres:
Érase que se era, en un país lejano y próximo, un duendiño (duende - niño) que se llamaba Wuater-Melón. Cuando a Wuater-Melón le preguntaron qué quería ser de mayor no supo qué contestar.
Pasó el tiempo y como Wuater-Melón seguía sin saber qué quería ser de grande decidió dar un paseo por el mundo de los humanos para ver si aprendía alguna cosa interesante que le pudiera orientar en tan importante decisión.
Los duendes tienen la gran suerte de poder viajar entre los humanos sin ser vistos aunque, a veces, los podemos sentir pero, como en nuestra realidad los duendes no existen siempre echamos la culpa al gato, al niño que ha tirado alguna cosa o al perro que está jugando con la pelota. Otra cosa muy importante es saber que para los duendes ser duendiño es muy importante y todos los duendiños pasan su infancia felices.
Si has leído hasta aquí y no has soltado esta historia, puede que te interesen las aventuras que corrió Wuater-Melón entre las personas.
El primer viaje de Wuater-Melón tuvo como destino una casa en la que vivía una familia compuesta por los padres y dos hijos de 7 y de 2 años respectivamente. Wuater-Melón estaba muy nervioso y pensó que se instalaría en la lámpara de la cocina para poder observar bien a sus humanos y esto fue lo que vio:
Era muy temprano, casi no había salido el sol cuando distinguió al padre entrar rápidamente en la cocina, tomar un café y... ¡desapareció!. Al cabo de un rato llegó la madre, ¡iba corriendo!, entraba y salía de la cocina muy deprisa ¿hablaba sola? ¡Qué raros estos humanos! En vista de que sólo veía salidas y venidas a gran velocidad Wuater-Melón decidió trasladarse por el resto de la casa y así pudo ver a un niño que caminaba tranquilamente por el pasillo mientras su madre no paraba de moverse de un lado para otro mientras se vestía y miraba continuamente el reloj. Al niño, en cambio, no parecía importarle mucho el tiempo y quería jugar con sus calcetines en lugar de ponerse los zapatos. Todo transcurrió muy deprisa y al cabo de unos minutos las voces metiendo prisa, las carreras por el pasillo detrás del niño más grande, del pequeño que se negaba tomar su desayuno más rápido y de las continuas miradas al reloj por parte de la madre terminaron. Volvió el silencio al campo de batalla. Resultados: ropa en el suelo, los deportivos detrás de una puerta, la cocina llena de cacharros y soledad, mucha soledad.
Wuater-Melón aprovechó las circunstancias para deambular a sus anchas por toda la casa. El lugar que más le interesaba era, por supuesto para un duende, el cuarto infantil. Juguetes, más juguetes, desorden, más juguetes y libros, cuentos encerrados entre páginas, cuentos escritos con dibujos colorineros, cuentos para aprender, cuentos para dormir, cuentos para entretenerse..., algunos nuevos, otros rotos, pero cuentos. Wuater-Melón pasó el día leyendo y maravillándose de las historias que relataban. Hablaban de familias en las que los padres se preocupaban mucho por sus hijos y siempre estaban cuando los necesitaban, las familias charlaban y compartían ratos agradables. Wuater-Melón pensó que quizás lo que había contemplado aquella mañana había sido algo insólito y al mediodía, o por la tarde, o por la noche, su familia-observada se comportaría como las familias de los cuentos.
Al mediodía no apareció nadie por la casa pero al llegar la tarde ¡por fin! Volvió a sentir las voces de los niños que venían con su padre y el reloj comenzó de nuevo a convertirse en el protagonista de las miradas del adulto. Wuater-Melón recordó uno de los cuentos que había encontrado en el cuarto de los niños “Alicia en el país de las Maravillas” y pensó en ese conejo de color blanco que se pasa toda la historia mirando el reloj y gritando que llegaba tarde a no recordaba donde.
Merienda, besos, abrazos y televisión. Mientras, el adulto recogía el campo de batalla dejado por la mañana y se asomaba ver a los niños cada vez que oía que se peleaban o que caía algo al suelo y... más televisión. Llegó la madre y más besos, preguntas al padre de cómo había pasado el día y más trajín ordenando. Baños a los niños que se resistían a dejar su aparato televisivo: protestas y cuarto de baño empantanado. Cena para los pequeños y acostarlos rápido (aunque ellos no demostraban mucho interés en irse a la cama).
Wuater-Melón se percató de que los padres acudían a estar con sus hijos cada vez que estos protestaban o discutían pero que cuando estaban en silencio aprovechaban para continuar con sus tareas. Los niños eran muy listos y utilizaban este recurso para llamar la atención de sus padres que, con cara de cansancio y resignación acudían cada vez que oían jaleo. Wuater-Melón sintió dentro de su corazón de duende que aquellos padres querían mucho a sus hijos pero que tenían tantas cosas urgentes que hacer que habían olvidado las más importantes.
A lo largo de las semanas Wuater-Melón se enteró de que existían las facturas que pagar, los trabajos estresantes o el miedo a no poder trabajar, las caravanas de coches que no te dejan llegar a tiempo, los compromisos sociales, los horarios y muchas cosa más que absorbían el tiempo y los sueños de los humanos. También aprendió que había mucha soledad en todos ellos y decidió tomar cartas en el asunto.
Puede que muy poca gente sepa que las personas mayores, antes de dormirse, pasan por una fase (que no está recogida en ningún libro de medicina) en la que recuperan la capacidad de creer en los cuentos. Wuater-Melón aprovechó estos momentos para deslizarse con muchísimo cuidado en los pensamientos del padre y de la madre y les propuso recordar su infancia. Los trasladó al pasado, cuando el tiempo tenía un significado diferente, cuando los días eran largos o cortos a pesar de tener siempre el mismo número de horas, cuando los muebles y los escalones eran enormes, cuando todo se veía desde abajo y les hizo sentir lo acogedora que puede ser la caricia de los padres, la seguridad que proporciona una sonrisa, la tristeza tan grande que deja un juguete roto, el reloj que nos mira con desconcierto, las sombras que pueden ser fantasmas y la magia de un abrazo dado despacito, con todo el tiempo que eso requiere y... ¡sin mirar el reloj!.
Wuater-Melón ya sabía lo ocupadas que están las personas adultas pero también era consciente de que los ratos pasados con cariño y tranquilidad son muy importantes para crear esos lazos invisibles y que duran siempre entre los padres y los hijos, entre la infancia y la edad adulta. Les propuso algo que podría ayudarles sin que les supusiera demasiado tiempo: Contar un cuento a los hijos antes de dormir. No tenía que ser largo, tampoco era necesario que fuera una obra maestra de la literatura, lo importante era que durante esos minutos dejáramos el reloj fuera de circulación (olvidado), dejásemos las cosas urgentes y valorásemos las importantes como una comunicación cariñosa, el contacto de las manos, un beso en la frente y las miradas a los ojos (que son las que llegan al corazón) y nos concentrásemos en tener un tiempo especial con nuestros hijos en el que no existen los reproches y sólo cuenta demostrar afecto y dedicarles atención.
Todo esto que para Wuater-Melón era tan sencillo no les resultaba tan fácil a los humanos adultos por lo que Wuater-Melón tuvo que recordarles cómo se cuenta un cuento a los niños. Empezamos: “Erase una vez...”, a partir de aquí puede ser un niño, un papá, una mamá, un perro o una casita, un recuerdo o una estrella. Después podemos continuar explicando lo que hacía el protagonista o pidiendo al niño que nos lo diga él, podía tratarse de una excursión, de ir al campo con su familia o de navegar por el espacio. Pidamos al pequeño que intervenga, que nos dé ideas sobre lo que va a ocurrir. Recordemos explicarle los sentimientos que tiene el protagonista (si estaba asustado o contento, si sentía cariño o estaba enfadado...) y terminemos la historia con un final feliz aprovechando que en los cuentos las historias han de dejar buen sabor de boca y guiar los sueños con dulzura y tranquilidad. Terminemos con un beso y un abrazo diciéndoles lo mucho que los queremos y... ¡buenas noches!.
Y durante dos semanas en las que la luna menguó y catorce días de luna creciente Wuater-Melón acompañó en sus sueños a los padres. En el mundo de los humanos no todos tienen recuerdos agradables de su infancia pero sí que comparten experiencias similares. Los padres de nuestra historia fueron recordando poco a poco su infancia y cada día se levantaban con una extraña y agradable sensación. Aunque su vida no cambió demasiado poco a poco recuperaron la capacidad de soñar despiertos y contar cuentos y, a pesar de que el reloj y las obligaciones continuaban como siempre, pudieron encontrar 10 minutos diarios para guardar las prisas y darse el gustazo y el placer de disfrutar con sus hijos un ratito en el que estaba permitido volver a ser niños.
Wuater-Melón volvió a su país y cuándo le preguntaron por su experiencia en el mundo de los humanos les comentó con gran decisión que ya sabía a qué quería dedicarse: Visitaría a los humanos adultos y le ayudaría a comprender que ellos también habían sido niños y a recordar cómo se sentían al crecer, al ir aprendiendo a respetar los horarios de dormir, a comer cosas que al principio no les gustaban o a utilizar el cuarto de baño.
Lo que tenía claro Wuater-Melón es que para ser mayor lo primero y más importante es tener derecho a ser un niño.
Así que cuando volvió Wuater-Melón de su viaje ya sabía que de grande quería volver a ser un duendiño.
...y colorín colorado este cuento ha comenzado. Había una vez...
Ana Mª Avila Sánchez-Jofré